martes, 29 de diciembre de 2009

La cueva de las manos

Un camión cruza por la Ruta 40 las inmensas y desoladas extensiones de los desiertos patagónicos.

Tal vez la parte más conocida de la Patagonia sea la que consiste en grandes montañas y gigantescos glaciares. Los Andes patagónicos. Pero esto no es más que una parte ínfima de su extensión. Por lo menos en Argentina. En realidad, la mayor parte de la Patagonia no es más que una inmensa zona árida y terriblemente desolada. Una extensión bastísima, especialmente difícil de imaginar para los que, como yo, somos de la tan espacialmente limitada y superpoblada Europa.
Hay multitud de lugares para apreciar esto, pero uno de los más conocidos es la mítica Ruta 40. Durante mi primer gran viaje, tuve la ocasión de cruzar una buena parte en una camioneta 4x4, junto con mi hermano M y dos argentinos -C y H- que habíamos conocido unos días antes.

Durante los primeros kilómetros también venía una anciana de Australia, que insistió en ser abandonada en medio del camino con la intención de llegar a pie a no sé donde. La vimos hacerse pequeña por el retrovisor hasta que desapareció en la polvareda levantada por nuestro vehículo. Quedamos algo preocupados. Viendo las características del entorno, no descartamos que alguien encontrara su esqueleto un tiempo después (*).

Al cabo de media hora, en medio de toda aquella desolación, apareció un oasis de verdor creado por las aguas de un pequeño río.

Oasis de verdor en el Cañadón del río Pinturas.

Entonces comprendimos de donde sacaban el agua los guanacos y ñandúes que habíamos visto desde la pista. El río, que se llama Pinturas, también había hecho posible la existencia de grupos humanos en tiempos prehistóricos. Muy cerca de allí existía una impresionante prueba de ello y pronto la íbamos a encontrar.

Se trata de la Cueva de las manos, llamada así por las pinturas rupestres de manos, hechas a base de pulverizar pintura soplándola a través de un tubo sobre la mano.

Cueva de las manos.

Pero hay mucho más que manos. Se pueden distiguir tres grupos estilísticos correspondientes a tres periodos:
  • Periodo A de hace entre 9370 y 5470 años. A este periodo pertenecen las escenas de caza dinámicas.
  • Periodo B de hace entre 7430 y 3430 años. A este periodo pertenecen los animales con el vientre abultado.
  • Periodo C de hace entre 3430 y 3000 años. A este periodo pertenecen las manos rojas y blancas y los diseños geométricos.

Caza de guanacos mediante boleadora. Las líneas representan la trayectoria de las piedras redondas lanzadas con aquel instrumento.

Los guanacos son tan abundantes ahora...

... como lo eran en aquella época.

Tras la visita a la cueva continuamos hacia el sur. Ese día conducimos unos 700 kilómetros y creo que únicamente nos cruzamos con tres vehículos.

A medio camino vimos un coche viejo parado en un lateral. Al ver también un hombre decidimos parar por si tenía algún problema. En este tipo de lugares la solidaridad surge de forma natural. Efectivamente, el hombre había tenido un pinchazo y necesitaba ayuda. Nos pidió si podíamos dejarlo en una estancia que había cerca de allí.
Por el camino nos explicó que él estaba al cuidado de la estancia, pero no era el propietario. El dueño era un señor alemán. Era una propiedad gigantesca, de no sé cuantos miles de hectáreas y cientos de miles de ovejas. Al parecer, el señor alemán compro las tierras años atrás por un millón de dólares y ahora estaban valoradas en 300 millones. Nos dijo que el dueño solo viene una vez al año a controlar que todo sigue bajo control y generando millones.
El cuidador ganaba 1200 pesos de 2006.

Una mano con seis dedos.

(*) A través de un conocido común supimos más tarde que la australiana había sobrevivido sin problemas a la excursión que pretendía hacer.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Una familia amish en la selva. Cuarta (y última) parte.

Nota: Esta es la última parte de un relato que tiene una primera, segunda y tercera partes prévias.

Un ruido me despertó. Todavía estaba completamente oscuro pero no tenía ni idea de qué hora era. Entre el rumor de una lluvia ligera distinguí el sonido de unos pasos fuera de la cabaña. Agudicé el oído y escuché más pasos y unas voces. Eran
los niños hablando. Encendí la linterna, eran las cuatro y media. Unos meses antes había pasado una temporada larga con los menonitas. Estaba claro que los amish eran igual de madrugadores. Aparté la mosquitera, me puse las botas y salí fuera. Fui a la cabaña principal, todos estaban levantados y las mujeres calentaban agua en la cocina. Tras tomar el desayuno, la luz del alba ya permitía caminar por el exterior sin ayuda de la linterna. Todos comenzaron las tareas del día.

Abraham trabajando en un campo cercano a la cabaña principal.

Jacob dirigiendo las vacas al establo para ordeñarlas.

Los niños se quedaron en la mesa del comedor. Esta era su escuela y Esther su maestra. Utilizaban libros traídos de EEUU. Curioseé los de ciencias. No me extrañó mucho ver que se trataba de libros creacionistas, bastante abundantes en el país supuestamente más desarrollado del planeta. Preferí no hacer ningún comentario, sobretodo por respeto a la hospitalidad que me habían demostrado.

Franz cogiendo guayabas.

Al cabo de un rato, comenzó a llover fuerte de nuevo. Poco a poco el resto de la familia fueron entrando en la casa. Todos excepto Abraham, que pa
seaba bajo un paraguas por los campos que rodeaban la cabaña. Como no se podía trabajar en condiciones, la familia se sentó en torno a la mesa y comenzaron a entonar cantos religiosos durante un buen rato. De repente, un rayo cayó muy cerca de la casa, el trueno fue ensordecedor, el mayor que haya escuchado nunca. Esther dijo que creía que había caído sobre el tejado de calamina. Le comenté que la actitud de Abraham, paseando por el campo bajo el paraguas, era como mínimo imprudente. Ella salió al porche y lo llamó. Abraham no hacía ni caso. Un nuevo rayo cayó de nuevo cerca, aunque no tanto como el anterior. Esther y Elisabeth perdieron los nervios y comenzaron a gritar a Abraham, que seguía ensimismado en su mundo. Al cabo de un buen rato regresó. Parecía no darse cuenta de los riesgos.

Abraham regresando de sus aventuras bajo los rayos y los truenos.

Esther se dedicó a ordenar la casa. Debido a la lluvia, unas tarántulas del tamaño de una mano pequeña, se habían refugiado en varios rincones de la casa. Esther incluso encontró una entre las sábanas de una cama que hacía tiempo que no se usaba. Les dijo a los chicos que la mataran, ya que eran peligrosas. Cuando fotografié la que ven más abajo, me advirtieron que si levantaba una de las patas debía a
partarme. Significaba que iba a saltar hacia mi para picarme.

Una de las tarántulas que se vieron aquel día de lluvia. Fíjense que ya tiene una pata levantada, señal de que está a punto de saltar sobre el sufrido fotógrafo.

Tras la comida, Esther se fue a hacer la colada al río. Allí le pregunté sobre los motivos que le llevan a vivir de esta forma. -Para estar cerca de Dios, me dijo. -En ningún otro lugar podría encontrar esta paz y soledad. No me importa lo que tengo, no me importa mi ropa ni me importa mi cuerpo. Yo no soy de aquí. Soy del cielo. Sonrió y señalando el balde metálico en el que enjuagaba la ropa, que perdía agua por un orificio, exclamó: -¡Aunque quizás este recipiente sea demas
iado sencillo!

Me impresionó el convencimiento de sus palabras. Esto era más que fe, era convencimiento absoluto. Como agnóstico -ateo a la práctica- que soy no pude evitar pensar si alguna vez se planteaba la posibilidad de que todo fuese una gran mentira. No osé preguntar y ahora me arrepiento.

Esther haciendo la colada en el río.

Hacía un rato que tenía en mente las tarántulas que había visto durante todo el día. Por la mañana no había pensado en dejar la mosquitera cerrada, así que fui a mi dormitorio preocupado por la posibilidad de que alguna de ellas se hubiera colado en mi cama.
Aparté las sábanas con cuidado y no había nada. Luego miré entre el borde del colchón y el somier y no solo había una, sino un nido con varias crías de menor tamaño, pero que igualmente imponían mucho respeto. Me di cuenta que la noche anterior había dormido con ellas.

Le pregunté a Jacob sobre la peligrosidad de su picada. -Puede ser mortal (*), me dijo. -En 45 minutos uno ya está muy mal, añadió. Estaba a muchas horas de un pueblo y a varios días de un hospital decente. Pensé que ya era suficiente. Me habían pasado demasiadas cosas durante los últimos meses y ya estaba cansado de los peligros. Ya había visto como vivía la familia y tenia suficientes fotos para ilustrarlo. Me despedí de ellos y comencé a caminar a través de la selva. Hablaba solo para avisar a los pumas y los jaguares, que en principio no quieren encontrarse con las personas. Al cabo de algo menos de una hora llegué a la pista de los leñadores. Contiué caminando con la esperanza de que algún vehículo me recogiera y llevara de nuevo a la civilización.

(*) Yo pensaba que las tarántulas no necesitaban ser muy venenosas debido a su tamaño. Si entre ustedes hay algún experto en estos bichos, le agradecería información al respecto, especialmente si con la foto pueden identificar la especie.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Una familia amish en la selva. Tercera parte.

Nota: En caso que le interese comprender lo que sigue, antes debería leer las partes primera y segunda.

Por la tarde, Esther, los niños y yo íbamos camino del huerto. Los perros iban y venían alrededor nuestro. Esther se veía intranquila, pero no pregunté el motivo.

Esther, los niños y los perros yendo al huerto.

Al cabo de 15 o 20 minutos llegamos. El huerto es una extensión relativamente grande -tal vez media hectárea- de antigua selva que aclararon considerablemente. Donde antes había árboles y palmeras ahora hay maíz, judías, cacahuetes -que por si no lo sabían crecen bajo el suelo, yo me enteré entonces- y otros vegetales. Esther necesitaba sobretodo judías y maíz para la comida de mañana.

Los ruidos en la selva son muy comunes, así que cuando observé que Esther se giraba cada vez que se oía algo en el interior del bosque, me pareció raro. -¿Qué ocurre?, le pregunté. -Los chanchos de monte. Esta mañana los niños han escuchado muchos ruidos cerca de la casa y los perros han salido corriendo. Cuando actúan así se trata de chanchos de monte. Los persiguen pero no pueden hacer nada contra ellos, ya nos mataron un perro años atrás. Mejor que terminemos rápido y regresemos a la casa.

Recogiendo panochas de maíz.

El calor era verdaderamente insoportable. En el interior de la selva, la oscuridad lo aplacaba, pero en el huerto no había sombra dónde refugiarse. Sudábamos a raudales. Comentamos que un sol tan fuerte presagiaba lluvias. En efecto, al cabo de una hora se nubló y comenzaron a escucharse truenos muy a lo lejos.

Pese a las prisas, regresamos cuando ya oscurecía. Entonces hice la que para mi es la mejor foto de mi visita. Es oscura (era durante el crepúsculo) y está movida (ellos se movían, y yo llevaba una cesta llena de panochas de maíz colgando del pulgar, mientras disparaba con la izquierda, mi única mano disponible entonces).

El regreso a casa al anochecer.

Pero incluso me gusta más así. Cada vez que la veo no puedo evitar preguntarme que estarán haciendo ahora y me provoca un montón de emociones y recuerdos. Pero claro, esto debería pasarle a alguien que no haya estado allí. Por eso la buena fotografía es tan difícil.


Antes de la cena.

Cenamos sin mayor novedad. Tras la cena, Abraham estaba abstraído en unos dibujos y planos del molino de agua. Me llamó y comenzó a murmurar frases señalando su dibujo. Hablaba tan bajo que ni siquiera sé en qué idioma lo hacía. Este señor era un auténtico misterio. Parece que vivía en su mundo la mayor parte del tiempo. Un rato antes me había dicho, a través de Esther, que no le tomara ninguna foto más de frente, ni siquiera de lejos -por otra parte, hasta entonces solo de lejos le había tomado fotos-, cosa que obviamente no volví a hacer.

Los indicios de inminente tormenta eran cada vez más abundantes. El resplandor de relámpagos lejanos, seguido al cabo de unos segundos de los correspondientes truenos, eran cada vez más frecuentes. El comedor estaba lleno de bichos, algunos de ellos enormes, que entraban por las rendijas de la casa. Una especie de cucarachas aladas, del tamaño de una pastilla de jabón grande, intentaban trepar por las perneras de mis pantalones. Había llegado el momento de usar el repelente de mosquitos.

Fuimos a dormir. Me dejaron una de las cabañas con una cama y, afortunadamente, una mosquitera de buena calidad. Mi cabaña estaba a unos 50 metros de la casa. Me fui solo, iluminando el camino con una linterna frontal y caminando deprisa temiendo encontrarme con el brillo de unos ojos. Entré en la cabaña cerrando la puerta tras de mi. Como no tenía cierre y a veces soy bastante paranoico, puse un pequeño mueble bloqueando la puerta por si venia a visitarme un chancho de monte, un jaguar o Abraham con uno de sus machetes. Después me quité las botas y puse los calcetines bloqueando la caña, para no encontrarme ninguna sorpresa a la mañana siguiente (*).

Me metí en la cama y ajusté la mosquitera con mucho cuidado. Cerré la linterna y todo quedó a oscuras y en relativo silencio. De repente, comenzaron a escucharse las primeras gotas de agua golpeando las hojas. Al cabo de unos minutos la gran tormenta había llegado definitivamente. La luz de los relámpagos se colaba entre las rendijas de los tablones de las paredes, lo mismo que un intenso olor a lluvia que pronto lo impregnó todo. El reflejo de la luz en las hojas mojadas se veía por la ventana. La temperatura había bajado por fin y yo me encontraba muy cómodo tumbado en mi cama. Parece que iba a tener una buena noche.

Lea la Cuarta (y última) Parte.

(*) Pueden pensar que he visto demasiadas películas de Tarzán, pero el próximo día verán que fue una buena idea.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Una familia amish en la selva. Segunda parte.

Nota: Si no lo ha hecho todavía, le aconsejo que lea la primera parte.

Por suerte, tras el perro apareció una mujer que lo detuvo con solo llamarlo. Yo respiré aliviado. -La Sra Esther Peters, supongo..., pregunté al tiempo que recordaba el episodio de Henry Morton Stanley y David Livingston. -Así es, respondió ella. -Hola, me llamo Jordi Busqué y vengo de parte de su amiga Aganetha Kropp.

Aganetha (*) es una chica amish que vive con su hermana y algún otro familiar, a más de una semana de viaje río arriba en canoa. Al parecer el lugar es un auténtico paraíso, totalmente aislado del mundo, donde los jaguares y otros animales campan a sus anchas, sin nadie que los moleste. Esta chica puede pasar casi un año seguido aislada en la selva. Lo habitual es que cada seis u ocho meses haga un breve paréntesis para visitar la civilización y ver a algunos amigos y parientes durante unos días o semanas. Fue entonces cuando la conocí, una gran suerte teniendo en cuenta el poco tiempo que pasa en la civilización. Tanto aislamiento puede ser peligroso, me pareció. Ella me comentó que, a parte de toparse con animales peligrosos, en una ocasión había enfermado de forma muy grave -probablemente de malaria, aunque ella no sabe qué es eso- y que, cuando ya estaba a punto de morir, sus familiares fueron en busca de una curandera indígena que le dio un remedio a base de plantas de la selva que, al parecer, le salvo la vida.

Mi idea inicial era ir a ese remoto lugar, pero tras el accidente no estaba en condiciones de correr tantos riesgos y además había perdido demasiadas semanas ingresado y haciendo reposo y me quedaba menos de un mes de tiempo. Finalmente, Aganetha me habló de Margaret. Ésta vivía mucho más cerca de la civilización y si iba de parte de ella tal vez me invitara a quedarme. Así fue.

-Llega Vd. a tiempo para el almuerzo. Si quiere comer con nosotros..., dijo Esther Peters. Acepté la invitación encantado. La familia está compuesta por Esther y su marido Abraham, tres de sus seis hijos, y un niño boliviano al que han acogido. La hija mayor vive en una cabaña cercana junto a su marido -que llegó a Bolivia más tarde- y dos hijos.

Esther (de espaldas), su hija menor Elisabeth y el sobrino de ésta, en el sala que hace de cocina, sala de estar y comedor de la cabaña principal. Aunque las paredes sean de tablones, llama la atención las comodidades y el suelo de baldosas.

Elisabeth, la hija menor, preparando el almuerzo.

Según me contaron, en EEUU hay incluso turismo organizado en torno a los Amish, algo de lo que la familia estaba más que harta. Así pues, abandonaron su comunidad de Tenesse y vinieron a Bolivia para buscar un lugar donde poder vivir en aislamiento. De eso hace ya más de una década.
Al principio abrieron un claro en la selva a golpe de machete y con el tiempo fueron construyendo la casa actual. Los trabajos de mejora no han cesado desde entonces. Cuando los visité, Abraham estaba intentando canalizar parte del río hacia un molino de madera para construir un aserradero que funciona con agua. Me lo explicó su mujer, ya que él era extremadamente poco comunicativo. -Él es así, tiene miedo de todo. Pero no crea que está enfadado con usted, me dijo Esther.

El misterioso Abraham cavando el canal que llevará el agua al molino.

Al preguntar sobre la presencia de animales en la zona, Jacob, el hijo mayor, de 17 años, exclamó: -Hay harto puma. Hace dos semanas cacé uno que llevaba días merodeando la casa. Efectivamente, colgada de una viga, había la piel, de unos dos metros de largo.
-Pero lo peor, continuó Jacob, son los chanchos de monte (una especie de jabalí muy agresivo). De esos hay hartísimos y son muy peligrosos. Si le pillan a uno lo cortan en pedazos.

Más tarde cuando iría con Esther y los niños al huerto, a un kilómetro de la casa, sabría más del asunto. ¿Qué pasaba con ellos?


Jacob, de 17 años, había cazado un enorme puma dos semanas antes de mi llegada. Sin embargo, este no era el mayor -ni mucho menos el único- peligro de la selva.

(*) Les recuerdo que los nombres son inventados.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Una familia amish en la selva. Primera parte.

Hogar de la familia en la selva. (Pinche la foto si quiere ampliarla)

"Yo solo puedo llevarle hasta aquí. Ahora cruce el río y avance en línea recta hasta llegar a la casa. Pero vaya con cuidado, tienen perros bravos." Estas fueron las últimas palabras del conductor de la moto con la que había llegado hasta allí. Habíamos atravesado muchos kilómetros de una de las selvas que hay en el norte de Bolivia. Primero usando las pistas de los leñadores y luego por dentro de la selva, zigzagueando entre los árboles y las palmeras. Cada tanto, pasábamos pequeños barrancos y riachuelos utilizando un tablón -que a duras penas era más ancho que la rueda- apoyado en precario equilibrio sobre los bordes de la senda.

Por suerte, los indígenas de la selva nunca se ponen nerviosos y al motorista no le temblaba el pulso lo más mínimo en el momento de cruzar.
Sin embargo, yo no estaba tan tranquilo. Hacía algo más de un mes que había salido de un hospital de Bolivia tras un gravísimo accidente en tierras menonitas que casi acaba conmigo. Todavía no me había recuperado de la pérdida de sangre y llevaba el brazo cosido y vendado hasta el codo. Si me caía allí, a varios días de un hospital, sería muy grave.

Muy inestable por el peso de la mochila grande a la espalda y la pequeña con la cámara en el pecho, me sujetaba con la mano izquierda a un saliente metálico de la moto. Parecíamos motoristas de Saigón.
Yo no paraba de repetirle al conductor "Vaya despacito por favor, que tengo el brazo derecho fregado -estropeado en boliviano- y no puedo sujetarme".

Al final no caímos gracias a la pericia y serenidad del motorista. Era todavía el primer gran viaje después de haber dejado el trabajo de astrofísico para correr aventuras, y no se puede negar que las había tenido. En los últimos meses había experimentado el conjunto de aventuras más grande que me haya ocurrido hasta el momento. Incluyendo su lado oscuro.

La cuestión es que allí estaba. Así que ahora "perros bravos", eh?
Me despedí del motorista, crucé el río y avancé en línea recta. Pasé una zona de vegetación densa y allí apareció la casa. Unas cabañas con paredes de madera y techos de hoja de palmera. Los perros bravos no podían estar lejos.
Para mis adentros pensaba que, aparte de esta familia, no vivía nadie más en muchos kilómetros a la redonda, y ciertamente los perros no estarían acostumbrados a las visitas. Además la familia ni siquiera sabía que yo venía. Así que, mientras avanzaba lentamente hacia la casa, iba gritando "¿Srs. Peters? (*) ¡Hola! ¿Hay alguien?" Con la esperanza de que los habitantes estuvieran fuera de la casa o salieran a tiempo de parar a los perros, caso que estos se alarmaran.
De repente, apareció uno de los perros y comenzó a correr hacia mi.
(*) Los nombres son ficticios y no puedo dar detalles del lugar. Este fue el acuerdo al que llegamos para preservar la intimidad y el aislamiento de la familia.