Conocí a Cristina cuando iba a toda prisa hacia el aeropuerto, en los últimos minutos de un viaje por Rumania y Ucrania. Apareció corriendo y se interpuso en mi trayectoria, sonriente y extendiendo su mano pidiendo limosna. Yo le devolví el gesto. Entonces ella se puso la mano en el bolsillo y me dio una moneda. Tras deshacer el nudo de mi estomago y recoger los pedazos de corazón del suelo, le di lo que me había sobrado del viaje, desgraciadamente solo calderilla, dejando lo justo para el billete de bus al aeropuerto.
Usando una de las pocas frases que había aprendido de rumano, le pregunté su nombre. “Cristina”, respondió ella. Entonces me dijo que viniera y me enseñó el coche donde vivía. Había una mujer durmiendo, que supuse sería su madre. Al menos no era uno de los niños abandonados que viven en la calle y pasan el día oliendo pegamento. En el suelo del coche había cartones de leche y otros envases de comida. Entonces me regaló esta foto, en la que juega a esconderse tras el marco de la ventana del coche.
Estaba ya en el límite de perder el avión así que tuve que continuar el camino corriendo.