(Si lo desea lea la primera parte.)
Por la mañana ya no llovía, pero seguía completamente cubierto. Según la previsión, el mal tiempo no iba a durar mucho, pero yo no sabía si tendría tiempo de verlo. Como muchas veces soy optimista, me decidí a alquilar una habitación en un modesto alojamiento a primera linea de mar, a unos 10 kilómetros del pueblo. Yo era el único huésped, una situación en la que me encuentro muy a menudo, tal vez por viajar siempre fuera de temporada.
Tumbado en la cama, miraba el cielo por la ventana, con la esperanza de que se abriera algún resquicio que permitiera soñar con una noche despejada.
Después de comerme una tortilla bereber (de tomate, pimiento y especias) me di cuenta que se veían algunos pedazos azules en el cielo. Por experiencias pasadas, pensé que no era en absoluto descabellado que pudiera disfrutar de un bonito atardecer. Con esa esperanza cogí los chismes y me puse a caminar por la playa.
Me dirigí hacia unos acantilados muy espectaculares que estaban a una media a hora a pie de allí. Al salir, la mitad del cielo del lado del mar ya estaba totalmente despejado. La playa era realmente bonita y encima estaba desierta. La luz del sol resaltaba de forma espectacular el color rojo de la roca y, como se pueden imaginar, a esas alturas yo ya estaba eufórico. Al final de la playa vi a dos señores que caminaban por ahí.
A pesar de que la arena de la era fina, había miles de cantos rodados de buen tamaño por todas partes. Pero yo no hice mucho caso en ese momento, concentrado como estaba en llegar a la parte más bonita, antes de que unas nubes ocultaran el Sol. Afortunadamente llegué a tiempo.
Tras unos pocos minutos, las nubes efectivamente volvieron a ocultar el Sol. Por suerte, la parte del mar seguía despejada y en seguida tuve todo listo para hacer alguna nocturna.
Me dispuse a esperar a que oscureciera y fue entonces cuando mi cerebro, que desde mi accidente con los menonitas, que tal vez algún día les cuente, se ha convertido en un detector de peligros hipersensible, empezó a pensar en lo peor: Obviamente todos esos cantos rodados venían del conglomerado que formaba los arcos y las paredes del acantilado. Comencé a elucubrar que tal vez, debido al descenso de temperatura al llegar la noche, las piedras y la tierra que las cementaba sufrirían una ligera contracción diferencial, provocando mayor frecuencia de caídas de rocas. Al igual que por la noche se escuchan más crujidos de muebles (a parte del silencio y que la casa pueda o no tener fantasmas), el paralelismo me parecía razonable.
Mientras pensaba esto escuché un fuerte ruido de derrumbe y un montón de piedras de varios tamaños, alguna casi tan grande como un melón, cayeron a unos pocos metros de mi, haciéndome renegar sobremanera.
Continuará...
Por la mañana ya no llovía, pero seguía completamente cubierto. Según la previsión, el mal tiempo no iba a durar mucho, pero yo no sabía si tendría tiempo de verlo. Como muchas veces soy optimista, me decidí a alquilar una habitación en un modesto alojamiento a primera linea de mar, a unos 10 kilómetros del pueblo. Yo era el único huésped, una situación en la que me encuentro muy a menudo, tal vez por viajar siempre fuera de temporada.
Tumbado en la cama, miraba el cielo por la ventana, con la esperanza de que se abriera algún resquicio que permitiera soñar con una noche despejada.
Después de comerme una tortilla bereber (de tomate, pimiento y especias) me di cuenta que se veían algunos pedazos azules en el cielo. Por experiencias pasadas, pensé que no era en absoluto descabellado que pudiera disfrutar de un bonito atardecer. Con esa esperanza cogí los chismes y me puse a caminar por la playa.
Me dirigí hacia unos acantilados muy espectaculares que estaban a una media a hora a pie de allí. Al salir, la mitad del cielo del lado del mar ya estaba totalmente despejado. La playa era realmente bonita y encima estaba desierta. La luz del sol resaltaba de forma espectacular el color rojo de la roca y, como se pueden imaginar, a esas alturas yo ya estaba eufórico. Al final de la playa vi a dos señores que caminaban por ahí.
A pesar de que la arena de la era fina, había miles de cantos rodados de buen tamaño por todas partes. Pero yo no hice mucho caso en ese momento, concentrado como estaba en llegar a la parte más bonita, antes de que unas nubes ocultaran el Sol. Afortunadamente llegué a tiempo.
Tras unos pocos minutos, las nubes efectivamente volvieron a ocultar el Sol. Por suerte, la parte del mar seguía despejada y en seguida tuve todo listo para hacer alguna nocturna.
Me dispuse a esperar a que oscureciera y fue entonces cuando mi cerebro, que desde mi accidente con los menonitas, que tal vez algún día les cuente, se ha convertido en un detector de peligros hipersensible, empezó a pensar en lo peor: Obviamente todos esos cantos rodados venían del conglomerado que formaba los arcos y las paredes del acantilado. Comencé a elucubrar que tal vez, debido al descenso de temperatura al llegar la noche, las piedras y la tierra que las cementaba sufrirían una ligera contracción diferencial, provocando mayor frecuencia de caídas de rocas. Al igual que por la noche se escuchan más crujidos de muebles (a parte del silencio y que la casa pueda o no tener fantasmas), el paralelismo me parecía razonable.
Mientras pensaba esto escuché un fuerte ruido de derrumbe y un montón de piedras de varios tamaños, alguna casi tan grande como un melón, cayeron a unos pocos metros de mi, haciéndome renegar sobremanera.
Continuará...